lunes, 28 de abril de 2014

LA FALSA DEMOCRACIA ISRAELI

Por qué Israel no es una democracia



Félix García Moriyón - Es habitual criticar el estado de Israel centrando la atención en su vergonzosa política en los territorios ocupados y en el tratamiento que da a los palestinos, a quienes somete a constantes vejaciones. Prácticas como los asesinatos selectivos o la demolición de casas de familiares de terroristas hieren profundamente el ánimo de aquellas personas cuya sensibilidad moral no ha sido ya completamente destruida.


No obstante, son muchas las personas que consideran que, abstrayendo esa política “exterior” del gobierno israelí, avalada por la mayoría de la población en sucesivas elecciones, el estado es una democracia, muy superior desde luego a los regímenes políticos de todos sus vecinos árabes. Es más, en el índice de desarrollo humano recientemente publicado, Israel aparece en un honroso puesto 23, precedida tan sólo por casi todos los países europeos, más Canadá, Australia, Estados Unidos y Japón. La presencia de partidos, la celebración periódica de elecciones políticas, la independencia de la justicia y una aceptable libertad de expresión, parecen reforzar una visión positiva de la existencia de libertad, igualdad y solidaridad en dosis suficientes como para obtener  holgadamente el certificado de homologación democrática. Existen, sin embargo, rasgos decisivos en la vida política israelí que lo alejan claramente de una democracia y nos deben llevar más bien a la conclusión contraria.

Para empezar, como bien indica la palabra, la democracia se caracteriza por el poder del pueblo, del ‘demos’, y este viene definido por su condición de ciudadano, sin que suponga ningún problema la nacionalidad, el sexo o las creencias religiosas. Todas las personas que viven en un territorio perfectamente definido son ciudadanos con igualdad de derechos. Pues bien, el estado de Israel es un estado que reconoce a todo los judíos del mundo como ciudadanos, independientemente de donde vivan y bastando sólo la declaración explícita de querer ser ciudadano del país. La inmigración de los judíos está automáticamente admitida, lo que no ocurre con personas de otra confesión religiosa u otro grupo étnico, aunque no es del todo correcto identificar la condición de judío con una específica condición étnica habida cuenta de los diferentes grupos de judíos presentes en Israel y el mundo.


Debido a esta definición, las fronteras del estado se diluyen de forma intencionada, lo que ayuda a entender la facilidad con la que el gobierno ha intervenido muy lejos de sus fronteras cuando ha considerado que estaba en juego la seguridad de un judío (por tanto, de un ciudadano del estado). El tema es especialmente grave en el caso de los numerosos asentamientos ilegales enclavados en los territorios ocupados. La integridad y seguridad de esos judíos debe ser defendida a cualquier precio, puesto que, aun viviendo fuera del territorio de Israel, son ciudadanos de dicho estado. No protegerlos sería negar la idiosincrasia del estado israelí.

Esta delimitación étnico-religiosa de la ciudadanía y, por tanto, esta reducción de la democracia a una etnocracia o una teocracia, se ve igualmente con claridad si nos damos cuenta de que el parlamento ha abandonado completamente toda la vida privada (matrimonio, divorcio, entierros…) al control de las normas rabínicas. Las leyes religiosas son impuestas a toda la sociedad, independientemente de las creencias religiosas de sus ciudadanos, negando así toda posible definición laica del estado. Todos los símbolos del estado, todas sus fiestas oficiales, son judías, ignorando por completo la sensibilidad y las creencias de las minorías no judías y de los que, siendo judíos, se reconocen políticamente laicos. La pluralidad de partidos y la difícil configuración de  las mayorías parlamentarias confieren aun mayor poder, si cabe, a los partidos extremistas religiosos, como sucede en el gobierno actual.

Por si quedara alguna duda respecto al domino absoluto de la mayoría judía, la ley prohíbe a los árabes la compra o el alquiler de tierras, o la reunificación con sus familiares que viven en el extranjero. No se trata solamente de una discriminación en el trato a favor claramente de los judíos que no padecen esas restricciones; se trata de una política claramente destinada a mantener en situación de inferioridad social y económica a una minoría muy numerosa (más de un millón de habitantes) que, en caso de crecer, podría poner en cuestión la identidad judía del estado.

Es cierto que los árabes pueden concurrir a las elecciones y que hay parlamentarios árabes en el parlamento israelí, pero también es cierto que su presencia allí es puramente testimonial. No se debe su debilidad al hecho de que cuente con pocos diputados elegidos en las elecciones. Lo grave es que si fuera aprobada una ley por mayoría, pero esa mayoría se debiera al voto árabe en el parlamento o a un gobierno basado en el apoyo de los árabes, la ley sería considerada ilegítima. Por ley, los árabes nunca pueden ganar, ni siquiera influir en una victoria.

Algunos pueden considerar que estos fallos pueden encontrarse igualmente en otros países considerados democráticos. Por ejemplo, no faltará quien considere que España, en especial el Partido Popular gobernante, vulnera el sentido laico que constitucionalmente tiene el estado español. De todos modos, en ningún país que presuma de instituciones propias de la democracia liberal representativa, veremos sancionado por las leyes una política tan marcada de exclusión de la minoría de los ciudadanos. Mucho menos que esa exclusión se base legalmente en la pertenencia étnico-religiosa de las personas. En Israel, la exclusión está reconocida por la ley, como en su día lo estuvo también la tortura, otro caso único de un país autoproclamado demócrata.

Eso sí, el control que la mayoría dominante ejerce en el país provoca que la gente no sea consciente de esta distorsión profunda del estado israelí y que los propios ciudadanos, incluso movimientos críticos del interior, no se den cuenta de la exclusión social y política a la que están condenada parte de la ciudadanía. El inmenso poder del lobby judío en el mundo, en especial en los medios de comunicación y en la política del imperio de Estados Unidos, puede ayudar a entender por qué este profundo mal del estado de Israel no atrae la atención habitual de los medios de comunicación, que, cuando son críticos con Israel, limitan sus ataques a la ocupación de los territorios palestinos.

El mal es intrínseco a la propia definición del estado de Israel y al proyecto sionista. Es un mal que atenta contra todos los principios en los que se basa la fundación de las democracias ilustradas. Para Israel, es la pertenencia religiosa y étnica la que confiere la ciudadanía. Una vez admitido eso, no hay posible solución. La propia pervivencia de un estado que confunde pueblo con etnia, convicciones religiosas con adscripciones políticas, pertenencia a un pueblo con ciudadanía, es una pervivencia que sólo podrá mantenerse con la violencia y la injusticia.

En otro artículo ya hace tiempo recordaba cómo el estado de Israel en la actualidad es un perfecto ejemplo de la violencia que acompañó al nacimiento de los estados nacionales. Por la inversión de los papeles, no olvidemos, poniendo tan sólo un ejemplo, cómo el estado español fundado por los reyes católicos empezó, entre otras cosas, expulsando a los judíos del territorio nacional. Nada bueno puede esperarse del estado, pero peor todavía puede ser el estado nación, un proyecto esencialmente excluyente e injusto.

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